Hace ya mucho tiempo de aquellas tardes brillantes del mes julio. De aquellas tardes que, tras la pertinente siesta obligada por mi madre, podía salir junto a mi pandilla de amigos a la calle, al campo –entonces venía a ser lo mismo–.
Campo tejido con margaritas, campanillas, amapolas… todo ello aderezado con el dulce olor a azahar de los naranjos cercanos harmonizado por el entremetido murmullo del río de mi niñez.
Todo ese campo de antaño se ha convertido ahora en multitud de urbanizaciones con nombres muy exóticos. Sólo me queda pensar que el futuro lo hace cambiar todo, y que nosotros nos dirigimos irrevocablemente hacia él.